Cuando entré al maldito ejército para pelear la maldita
guerra, no lo hice por patriotismo, honor, o ninguna de las cursilerías que te
venden en las películas. Lo hice porque, si me negaba, me mataban en ese
momento, y si iba a morir, prefería que no fuera ante mi familia.
Al llegar a la concentración, vi a miles de jóvenes como
yo, delgados, aterrados, y completamente incompetentes, y no dudé ni un segundo
que moriríamos todos a la primera oportunidad. Con muchos de ellos no me
equivoqué.
Nos formaron a todos en la explanada, con una tarima al
centro, un micrófono solitario, y un silencio espectral. Para muchos era la
primera vez que estábamos en formación. Para muchos, sería la última. Después
de unos minutos de expectación, en los cuales no sabíamos qué esperábamos,
subió a la tarima un hombre gordo, más que dos de nosotros juntos, tomó el
micrófono, y comenzó a hablarnos.
Durante más de una hora parloteó en el micrófono su
historia. Cómo había conocido a su esposa, sus hijos, el trabajo. Cómo había
sobrevivido al primer ataque, y su subsecuente entrada al ejército. De sus
pasados y heroicos enfrentamientos. De la vida que había dejado atrás, y del
futuro que nos aguardaba cuando volviéramos. Y durante todo ese tiempo, no dejé
de pensar que los botones de su camisa tenían que estar hechos de algún
material indestructible para soportar tanta tensión.
No conozco una sola persona que recuerde todo el discurso
del coronel. Nadie. Estábamos ahí para pelear una guerra, y este hombre quería
que le pusiéramos atención a su vida marital. Un loco, definitivamente, pero un
gran loco.
Nos alistamos para salir a luchar al día siguiente.
Muchos sabíamos que la muerte nos esperaba.
Me tocó viajar en su avión, y mientras todos nos preparábamos,
él no paró de hablar sobre sus aventuras. Estoy seguro de que ese hombre
hablaba de ello incluso dormido. Más de una vez cruzó por mi cabeza la idea de
dispararle, solo para conseguir que cerrara la boca. Pero no lo hice, pensando
que, con su tamaño, no tardarían mucho en hacerlo por mí.
Me enfrenté con una gran sorpresa cuando lo vi en acción.
Lento como un tanque, grande como un elefante, pero letal como un batallón
entero, se abrió paso en el campo de batalla como una aplanadora. Pero lo más
sorprendente de todo era el efecto que tenía en nosotros. Cada baja rival
gritaba: “¡Esta es por mi esposa!”, “¡Muere para que mi hijo viva!” o alguna
otra frase referente a su vida, y que por alguna razón, nos inspiraba a luchar
con mayor resolución. Pronto, nosotros nos encontramos gritando lo mismo, sin
importar si eso revelara nuestra posición al enemigo. Su confianza era
contagiosa.
Cuando nos recogieron, después de la victoria, el coronel
apenas podía mantenerse en pie. Había recibido algunos impactos menores, y se
había lastimado el tobillo en combate, pero seguía vivo. Igual que casi todo
nuestro batallón.
Así fue durante el resto de la guerra. Cada vez que
llegaban nuevos reclutas, días antes de una batalla, nos formaban mientras el
obeso coronel nos contaba sobre su vida. Y por más que odiara escucharlo, no
podía odiarlo a él. Pronto, comenzamos a aspirar a aquello que él había dejado
atrás. Al fin, si él podía tener una esposa esperándolo en casa, ¿Por qué yo no
podía aspirar a encontrar una chica al terminar todo esto?
Por eso me enoja cuando la gente habla de la batalla de
Werdenfeller como “la batalla que ganó la guerra”. Esa no fue una victoria para
ninguno de nosotros. Fue una derrota.
El coronel salió a liderar la carga, como era su
costumbre. Sus gritos nos llenaban de fuerza, su empuje nos arrastraba al
combate. Y por eso, cuando un disparo le atravesó la pierna, y lo derribó, su
dolor nos destruyó a todos. Puedo decir, como parte de ese escuadrón, que el
coronel jamás dejó de luchar, ni siquiera en sus últimos momentos. Aun cuando
sangraba, aun cuando moría, el coronel luchó, gritó, y encomendó cada segundo
de su vida a las personas que había dejado atrás, hasta recibir, a media
oración, el disparo que le puso punto final a sus historias.
Cuando nos recibieron, llenos de júbilo, con nuestra
victoria sentenciando la guerra, muchos no entendieron por qué no nos
mostrábamos contentos. Muchos no entendían nuestra rabia cuando, en las pocas
peleas que le siguieron a esa, no había formación, ni discursos eternos, ni
soportar el rayo del sol de mediodía en una explanada. Pero nosotros, quienes
habíamos vivido y servido junto a él, nunca podríamos vivir su rutina sin él.
No puedo hablar por los demás. Demonios, ni siquiera me
deberían de dejar hablar por mí mismo. Pero debo decirles que fue el coronel, y
no otra cosa, lo que me hizo pelear esta guerra hasta al final. Cuando pienso
en la persona que era al llegar, y me veo ahora, no me reconozco. Todo lo que
conseguí, toda lo que pude construir al regresar a la vida civil, fue solo un
reflejo de lo que él había tenido.
Por eso, cuando acabó la guerra, y se abrió un comité
para honrar a los soldados caídos en heroico servicio, me ofrecí como
voluntario para avisarle a sus conocidos de sus logros, así como de su trágico
fallecimiento.
Busqué durante mucho tiempo a esas personas, quienes
seguramente estarían esperando el regreso del gigantesco hombre que yo conocí,
pero no encontré rastros de ellos. Nada que me indicara que habían existido.
Hasta que un día, preguntando por él, me dirigieron a la casa de su padre. Le
pregunté por los nombres de su nuera, de sus nietos, pero no parecía
entenderme. Enfurecido, me fui de su hogar, seguro de que el anciano ya no
tenía contacto con la realidad. Sin embargo, una de las frases con las que me
despidió retumbaba en mi cabeza: “¿Está seguro que mi hijo le decía la verdad?”
Quise seguir mi búsqueda, pero no pude. La duda me
carcomía, así que me dirigí a la central de reclutamiento más cercana, y exigí
que me enseñaran su hoja de registro. Para mi sorpresa, su padre tenía razón.
Su carta indicaba no sólo su soltería, su estado de pobreza marginal, sino su perfil
psiquiátrico, residuo de los días en que aún podían elegir a sus soldados. Dos resultados
me llamaron mucho la atención. Depresión maniaca, y tendencia a distorsionar la
realidad.
Entonces pude verlo, un hombre que había entrado a la
guerra con deseos de morir, y habiendo enfrentado la agonía de la muerte,
decidió que lucharía. Cada historia, cada grito de guerra, cada celebración, no
eran dirigidas hacia personas de su pasado, sino aquellos a quienes esperaba
conocer en un futuro. Inventó todo ese escenario para nosotros, para darnos
esperanza, pero sobre todo, para él.
No puedo tenerle respeto a un hombre así. No puedo
dedicarle buenas palabras a un hombre que mentía con tal frecuencia a aquellos
que estaban arriesgando sus vidas a sus órdenes. Le perdí toda pizca de afecto
en ese momento. Pero maldito, ¡mil veces maldito!, porque salí de ese infierno
para hacer cumplir sus palabras. Lo odio coronel. ¡Lo odio!
... Pero se lo agradezco.