sábado, 21 de junio de 2014

Las palabras del coronel

Cuando entré al maldito ejército para pelear la maldita guerra, no lo hice por patriotismo, honor, o ninguna de las cursilerías que te venden en las películas. Lo hice porque, si me negaba, me mataban en ese momento, y si iba a morir, prefería que no fuera ante mi familia.

Al llegar a la concentración, vi a miles de jóvenes como yo, delgados, aterrados, y completamente incompetentes, y no dudé ni un segundo que moriríamos todos a la primera oportunidad. Con muchos de ellos no me equivoqué.

Nos formaron a todos en la explanada, con una tarima al centro, un micrófono solitario, y un silencio espectral. Para muchos era la primera vez que estábamos en formación. Para muchos, sería la última. Después de unos minutos de expectación, en los cuales no sabíamos qué esperábamos, subió a la tarima un hombre gordo, más que dos de nosotros juntos, tomó el micrófono, y comenzó a hablarnos.

Durante más de una hora parloteó en el micrófono su historia. Cómo había conocido a su esposa, sus hijos, el trabajo. Cómo había sobrevivido al primer ataque, y su subsecuente entrada al ejército. De sus pasados y heroicos enfrentamientos. De la vida que había dejado atrás, y del futuro que nos aguardaba cuando volviéramos. Y durante todo ese tiempo, no dejé de pensar que los botones de su camisa tenían que estar hechos de algún material indestructible para soportar tanta tensión.

No conozco una sola persona que recuerde todo el discurso del coronel. Nadie. Estábamos ahí para pelear una guerra, y este hombre quería que le pusiéramos atención a su vida marital. Un loco, definitivamente, pero un gran loco.

Nos alistamos para salir a luchar al día siguiente. Muchos sabíamos que la muerte nos esperaba.

Me tocó viajar en su avión, y mientras todos nos preparábamos, él no paró de hablar sobre sus aventuras. Estoy seguro de que ese hombre hablaba de ello incluso dormido. Más de una vez cruzó por mi cabeza la idea de dispararle, solo para conseguir que cerrara la boca. Pero no lo hice, pensando que, con su tamaño, no tardarían mucho en hacerlo por mí.

Me enfrenté con una gran sorpresa cuando lo vi en acción. Lento como un tanque, grande como un elefante, pero letal como un batallón entero, se abrió paso en el campo de batalla como una aplanadora. Pero lo más sorprendente de todo era el efecto que tenía en nosotros. Cada baja rival gritaba: “¡Esta es por mi esposa!”, “¡Muere para que mi hijo viva!” o alguna otra frase referente a su vida, y que por alguna razón, nos inspiraba a luchar con mayor resolución. Pronto, nosotros nos encontramos gritando lo mismo, sin importar si eso revelara nuestra posición al enemigo. Su confianza era contagiosa.

Cuando nos recogieron, después de la victoria, el coronel apenas podía mantenerse en pie. Había recibido algunos impactos menores, y se había lastimado el tobillo en combate, pero seguía vivo. Igual que casi todo nuestro batallón.

Así fue durante el resto de la guerra. Cada vez que llegaban nuevos reclutas, días antes de una batalla, nos formaban mientras el obeso coronel nos contaba sobre su vida. Y por más que odiara escucharlo, no podía odiarlo a él. Pronto, comenzamos a aspirar a aquello que él había dejado atrás. Al fin, si él podía tener una esposa esperándolo en casa, ¿Por qué yo no podía aspirar a encontrar una chica al terminar todo esto?

Por eso me enoja cuando la gente habla de la batalla de Werdenfeller como “la batalla que ganó la guerra”. Esa no fue una victoria para ninguno de nosotros. Fue una derrota.

El coronel salió a liderar la carga, como era su costumbre. Sus gritos nos llenaban de fuerza, su empuje nos arrastraba al combate. Y por eso, cuando un disparo le atravesó la pierna, y lo derribó, su dolor nos destruyó a todos. Puedo decir, como parte de ese escuadrón, que el coronel jamás dejó de luchar, ni siquiera en sus últimos momentos. Aun cuando sangraba, aun cuando moría, el coronel luchó, gritó, y encomendó cada segundo de su vida a las personas que había dejado atrás, hasta recibir, a media oración, el disparo que le puso punto final a sus historias.

Cuando nos recibieron, llenos de júbilo, con nuestra victoria sentenciando la guerra, muchos no entendieron por qué no nos mostrábamos contentos. Muchos no entendían nuestra rabia cuando, en las pocas peleas que le siguieron a esa, no había formación, ni discursos eternos, ni soportar el rayo del sol de mediodía en una explanada. Pero nosotros, quienes habíamos vivido y servido junto a él, nunca podríamos vivir su rutina sin él.

No puedo hablar por los demás. Demonios, ni siquiera me deberían de dejar hablar por mí mismo. Pero debo decirles que fue el coronel, y no otra cosa, lo que me hizo pelear esta guerra hasta al final. Cuando pienso en la persona que era al llegar, y me veo ahora, no me reconozco. Todo lo que conseguí, toda lo que pude construir al regresar a la vida civil, fue solo un reflejo de lo que él había tenido.

Por eso, cuando acabó la guerra, y se abrió un comité para honrar a los soldados caídos en heroico servicio, me ofrecí como voluntario para avisarle a sus conocidos de sus logros, así como de su trágico fallecimiento.

Busqué durante mucho tiempo a esas personas, quienes seguramente estarían esperando el regreso del gigantesco hombre que yo conocí, pero no encontré rastros de ellos. Nada que me indicara que habían existido. Hasta que un día, preguntando por él, me dirigieron a la casa de su padre. Le pregunté por los nombres de su nuera, de sus nietos, pero no parecía entenderme. Enfurecido, me fui de su hogar, seguro de que el anciano ya no tenía contacto con la realidad. Sin embargo, una de las frases con las que me despidió retumbaba en mi cabeza: “¿Está seguro que mi hijo le decía la verdad?”

Quise seguir mi búsqueda, pero no pude. La duda me carcomía, así que me dirigí a la central de reclutamiento más cercana, y exigí que me enseñaran su hoja de registro. Para mi sorpresa, su padre tenía razón. Su carta indicaba no sólo su soltería, su estado de pobreza marginal, sino su perfil psiquiátrico, residuo de los días en que aún podían elegir a sus soldados. Dos resultados me llamaron mucho la atención. Depresión maniaca, y tendencia a distorsionar la realidad.

Entonces pude verlo, un hombre que había entrado a la guerra con deseos de morir, y habiendo enfrentado la agonía de la muerte, decidió que lucharía. Cada historia, cada grito de guerra, cada celebración, no eran dirigidas hacia personas de su pasado, sino aquellos a quienes esperaba conocer en un futuro. Inventó todo ese escenario para nosotros, para darnos esperanza, pero sobre todo, para él.

No puedo tenerle respeto a un hombre así. No puedo dedicarle buenas palabras a un hombre que mentía con tal frecuencia a aquellos que estaban arriesgando sus vidas a sus órdenes. Le perdí toda pizca de afecto en ese momento. Pero maldito, ¡mil veces maldito!, porque salí de ese infierno para hacer cumplir sus palabras. Lo odio coronel. ¡Lo odio!

... Pero se lo agradezco.