He tenido mucho tiempo para pensar sobre mi estatus como creador. Mucho más que nadie antes de mí, y espero que mucho más que nadie después de mi. Cuando empecé a dirigir, siempre soñé, egoistamente, con ser recordado, con marcar la historia de la humanidad, con ser un ejemplo, enseñado generación tras generación, de cómo hacer las cosas, cómo debía hacerse, ser aquel que pudo crear algo revolucionario. Y para desgracia mía, lo conseguí. Ahora no entiendo cómo pude ser tan tonto como para condenarme de semejante manera.
Desde chico, escuché que las musas le hablan a los artistas cuando están creando algo, y siempre lo consideré una ridiculez. Los griegos, en su eterna superstición, había metido esa idea en la mente de las personas, tratando de minimizar el papel del hombre en el proceso de la creación, de la misma manera que minimizaban el papel de la naturaleza con sus dioses.
Por supuesto, todo cambió cuando estrenamos "Camino a la Luz". Nunca hubiera podido imaginar que sería tan exitosa, que de la noche a la mañana mi nombre sería conocido en todos lados. Ni mucho menos que las musas se aparecerían en mis sueños por primera vez. Me explicaron cómo, en el inicio de los tiempos, el Creador hizo a los hombres a su imagen y semejanza, con la consigna de que, mientras fueran creadores, vivirían eternamente. Pero conforme pasaron los años, los siglos, los milenios, los hombres se hartaron de la vida, y empezaron a idear maneras de huir de ese destino eterno. Y entonces, solo entonces, fue que se dieron cuenta de la maldición que el Creador había dejado caer sobre ellos. Y dejaron de crear. Y al dejar de parecerse a él, empezaron a morir, a liberarse del castigo de la eternidad.
A lo largo de la historia, millones de personas conocieron ese secreto, esa regla dorada: "Mientras otras personas experimenten algo que tú creaste, y piense en ti, serás incapaz de morir". Algunos ignoraron la tentación, pero muchos otros intentaron aumentar el tiempo que les quedaba de vida, de alguna forma. Así, se hicieron pinturas en cuevas, lienzos con óleo, esculturas con mármol, lenguajes nuevos y armoniosos con los cuáles los escritos se escuchaban aún mejor, sinfonías, textos, obras, bailes, óperas... Todos con el mismo propósito: Alcanzar el reconocimiento unánime, y con él, la inmortalidad. Pero todos fracasaron. Eventualmente, la gente dejó de ver a la Mona Lisa y pensar en Leonardo, y la vida se esfumó entre sus dedos. La gente dejó de escuchar la voz de Shakespeare al leer a Hamlet, de imaginar a Beethoven al oír sus sinfonías, de ver a Dalí en sus pinturas, de pensar en Walt Disney al escuchar a Mickey Mouse... Y así fuera un segundo, era suficiente para que la vida se les escapara, sin excepción.
Al principio, recibí la noticia como un reto.Yo triunfaría donde todos los creadores antes que yo habían fracasado. Y así, motivado por una fuerza que no podía contrarrestar, procedí a crear todo lo que pudiera, explotando todas las facetas posibles del cine. Y triunfé. Recuerdo que al principio la prensa bromeaba con lo irónico que era que un Óscar fuera para el director Óscar, pero con el paso de los años, hasta parecía que el nombre lo habían puesto, aún desde su concepción, esperando el día en que yo podría reclamar el título como el cineasta del año. De la década. Del siglo. De la historia.
Yo saboreaba la gloria, el saberme siempre importante, siempre el centro de atención. A donde quiera que fuera, sin importar la hora, la gente sabía quien era, me platicaban cómo "Mi obra había cambiado su vida", tatuajes de mis frases, de mis personajes, de las notas del soundtrack, incluso. Y yo me llenaba de orgullo. Nunca había tenido demasiada preocupación por mi privacidad, así que ser el foco de atención no me molestaba, como lo hacía a muchos otros. O al menos no al principio. Pero después de un tiempo, cada día parecía una repetición de algún día anterior. Hay un límite para las veces que una persona te puede preguntar lo mismo, o decirte cuánto te inspiró la misma escena, antes de que empiece a ser parte de la rutina, y luego, incluso molesto. Pero nunca dije nada, solo me aislé. Dejé de salir, dejé de trabajar, dejé de hacer todo. Dejé de crear. Pero ya era muy tarde.
Mi creación había permeado a toda la humanidad, no había nadie que no estuviera al tanto de lo que yo estuviera haciendo. Fue cuestión de tiempo para que mi familia empezara a temer por mi salud mental, a preguntarse qué me pasaba, por qué irritaba tanto que hablaran de mis películas, de mis personajes, de mis canciones, de lo que antes me hubiera hecho sentir tan orgulloso. No los culpé cuando se fueron. No podía hacerlo.
Traté de matarme. Incontables veces. Pero siempre, sin falla, sobrevivía. Tal vez despertaba meses después, famélico, apestando a sangre seca y con cicatrices donde me hubiera atravesado el cuchillo, pero aún vivo. No había razón para comer, para tomar agua, para hacer nada. Quería que se acabara el martirio, consciente de que, si pasara siquiera un segundo en el que nadie pensara en mí, se acabaría mi tortura.
Pero eso nunca pasó. Y ahora, estoy seguro que jamás pasará. Cuando la humanidad empezó a expandirse por la galaxia, colonizando todo a su paso, creí que sería la oportunidad de oro. Cada planeta generaría su propia cultura, y pronto, yo no sería nada. Hasta que el Comité de Nuevos Hogares decidió que los planetas llevarían el nombre de las grandes mentes que marcaron a nuestra existencia en nuestro planeta natal. Darwin, DaVinci, Newton, Hawkings... científicos nada más, al principio, pero pronto, para desgracia mía, empezaron a alzar la voz algunos cuantos, quienes querían que hubiera representantes de los logros culturales, quienes hicieron que la humanidad floreciera. Y aún maldigo a aquel que se atrevió a sugerir mi nombre, y a todos los que lo aceptaron.
Hoy día, millones de personas viven en un planeta que lleva mi nombre. Muchos de ellos ni siquiera recuerdan el nombre de nuestro planeta original, pero si saben todo sobre mí. Mis películas siguen siendo éxitos, objetos de culto. Y mientras la Tierra se acerca a su fin, la humanidad me mantiene vivo.
Pero quería ser recordado...