lunes, 7 de junio de 2021

El secreto mejor guardado

 Desde que conocí a mi editora, le dejé una cosa muy clara: Si algún día uno de mis libros resultaba ser exitoso, estaba terminantemente prohibido publicar mi verdadera identidad. Usaríamos un pseudónimo, y si en algún momento se revelaba mi nombre, ella renunciaría a sus honorarios, y todas las ganancias serían mías. Mientras eso no pasara, ella se llevaría más de la mitad de las ganancias del libro. Cuando se volvió la persona más rica del mundo editorial, el mundo entero intentó descubrir su secreto. Sin embargo, ella nunca cedió.

Cuando me diagnosticaron cáncer, y me dieron un plazo no mayor de tres meses de vida, empecé a planear cómo dejaría mi fortuna. Pensé en todas las personas que podían recibir algo de mi parte, y pasé hasta mi último aliento perfeccionando el testamento. 

Al llegar el momento de abrirlo, después del funeral, el mundo estaba expectante. Había mucho dinero en juego, y todos estaban ávidos de saber quién se haría acreedor del mismo, en gran medida, porque necesitaban información sobre mí, y a cualquier persona que se la pudieran sacar sería asediada. Previendo eso, dejé toda mi fortuna a nombre de una fundación, cuyo objetivo sería apoyar a los nuevos talentos, los cuales serían elegidos por una panel previamente elegido por mí, de escritores a quienes admiraba. Ninguno de ellos me conocía.

Pero por supuesto, eso no era todo. Si en el primer año después de mi muerte alguien iba a dicha fundación y presentaba pruebas verificables de que me había conocido, se haría acreedor a cierto porcentaje de ese fondo. La verificación correría a cargo de mi editora, quien conocía mi obra mejor que nadie, y quien seguía afectada por la misma cláusula de siempre. Sabía que no le haría ninguna gracia, pero también sabía que me debía mucho como para negarse. Además, confiaba en que ella mantendría nuestro acuerdo. Y así lo hizo.

Los primeros días, las filas eran interminables. Miles de personas iban a presentar evidencias, sin fundamento alguno. Libros dedicados, fotos, cartas, correos, interacciones en redes sociales. Casi ninguna de ellas verdadera, para decepción -y a veces rabia- de los que la presentaban. Sin embargo, de vez en cuando, mi editora se encontraba con alguien que efectivamente me había conocido.

Un ejemplo fue cuando llegó un señor con una foto de tres personas, abrazadas, en una graduación. En el centro estaba yo, a mis escasos quince años. "Fuimos grandes amigos hasta la secundaria. Después de eso, nos fuimos separando, hasta que llegó el día en que ni siquiera nos felicitábamos en nuestros cumpleaños. Desde que leí su primera novela supe que era suya, pero nunca quise preguntarle, porque pensé que sería una molestia, que lo interpretaría como que quería aprovecharme de su éxito. Me arrepiento de eso, sé que debí hacerlo". Ella revisó el testamento, y vio que, por tener una fotografía conmigo antes de mis veinte años, le correspondía el 5% de mi fortuna. Y a pesar de que existían más fotos, solo él llegó con una. Ni siquiera la otra persona que estaba en esa foto.

Otro caso fue cuando llegó a sus manos un papel escrito a mano, apenas legible. Una carta de amor que yo había escrito. Y aunque al principio intentó descartarla, pronto notó un pequeño garabato que le hizo tener que confirmar con el testamento: Al final de la carta, muy desgastada por el paso del tiempo, pero aún clara, se veía mi firma. Cuando revisó el testamento pudo ver que efectivamente, había una clausula para ese caso, donde indicaba que si alguna de mis ex parejas, cuyos nombres estaban escritos para evitar falsos positivos, llegaba con un documento escrito por mí, le correspondía el 10%. Y a pesar de haber dejado decenas, tal vez cientos de cartas, únicamente llegaron a sus manos dos de ellas.

Sin embargo, hubo omisiones importantes, aunque no sorprendentes. Mi familia, a quien le hubiera correspondido el 15% de la fortuna, no se presentó. Y no porque no tuvieran pruebas de que me conocían, las cuales ciertamente tenían. Sino porque nunca sospecharon a qué me dedicaba. Siempre que me veían me decían que de escritor me iba a morir de hambre, y el hecho de que viviera una vida sin lujos solo parecía confirmarles que mi éxito era menor. Nunca se imaginaron que, cuando alababan las novelas que yo había escrito y a los personajes que había plasmado, estaban hablando con quien los trajo al mundo.

Por último, y a pesar de la sorpresa de mi editora, la persona que se haría acreedora del 50% de mi fortuna no fue capaz de demostrarlo. Y yo lo sabía desde que escribí el testamento, razón suficiente por la cual le dejé tan alto porcentaje. Lo único que tenía que haber presentado era una prueba de que alguien sabía que estábamos juntos. Un mensaje, una foto, una nota de voz. Cualquier cosa que pudiera haber garantizado que se sabía de mi existencia. Aunque eso no significa que no lo haya intentado. Más de una vez quiso presentar como evidencia mensajes en los cuales decía que tenía la tarde ocupada, o que ya tenía planes, pero ninguna vez mencionó con quien. Mostró fotos de mis regalos, o de mis libros, pero nunca diciendo quien se los había dado. Llegó con los borradores de mis novelas, que había escrito en nuestra casa, como una muestra de que, si, efectivamente me conocía. Pero nada que cumpliera con las condiciones que se exigían, y al final, pasó el año sin que ese dinero se reclamara, pasando de manera definitiva al fondo.

Solo cuando se cumplió el plazo mi editora tuvo permiso de publicar mi último escrito. Un escrito que, a pesar del dinero que pudo haber generado, nunca vio la luz. Un escrito que, por primera vez en mi carrera, venía dedicado. Mi editora decidió que esa dedicatoria no merecía ser pública, y prefirió guardarlo, convertirlo en un secreto, como yo lo había sido los últimos años de mi vida.