Conocí
a Esteban hace más de diez años. En ese entonces, no éramos más que niños, en
esa edad en la aún estábamos felices cuando íbamos a la escuela. No estoy muy
segura de cómo nos empezamos a llevar, pero algo puedo decirle: Ya era raro.
Fui
una de sus pocas amigas desde entonces. Conforme fuimos creciendo, él empezó a
decirme cosas que “padecía”: Esquizofrenia, Trastorno de Personalidades
Múltiples, Epilepsia, Depresión Crónica… la lista es eterna. Debo aceptar que
lo único que le creí fue Hipocondriasis.
Siempre sentí que todo eso era una excusa, o tal vez un intento de
justificación para su excentricidad.
Había
días en que llegaba vestido, e incluso hablando de manera inusual, argumentando
que no era él, sino “Otro Él”. Sus actuaciones eran convincentes y persistentes,
como si cada uno de sus personajes estuviera ya perfectamente planeado. Sin
embargo, y especialmente conmigo, si alguna vez algo se salía de control y nos
peleábamos, o yo me sentía mal, o cualquier cosa fuera del guion, “mágicamente”
volvía a ser él, diciéndome frases como “No dejaré que nadie, ni yo, te haga
daño”, o “Jamás te dejaré sola”. Podía decirse que era una rutina entre
nosotros.
Hace
dos años escuché por primera vez de su boca la idea de que, dentro de él, había
un monstruo. A veces, podía distinguir
espasmos de dolor intenso, con sudor frío, como si algo le estuviera haciendo
verdadero daño, y cuando le preguntaba qué era, solo me respondía “Él”. Sin
embargo, y consciente de sus dotes actorales, jamás le presté mucha atención
cuando hacía eso, consciente de que, probablemente, sólo buscara que le diera
un abrazo, pero no lo quisiera pedir.
Poco
a poco dejó de hablar de eso, al menos conmigo. Sin embargo, se le notaba
perpetuamente cansado, y se alteraba fácilmente a la menor preocupación.
Preocupada, decidí invitarlo a salir, buscando que se distrajese, me contara de
aquello que tanto me perturbaba, y se tranquilizara.
Nunca
lo había visto tan feliz. No mencionó en ningún momento a sus “otros yo”, ni a
sus “enfermedades”, ni a su “monstruo”. Esa tarde solo fuimos él y yo.
Nuestra
velada terminó tarde, y él insistió en acompañarme a mi casa. Decidimos irnos
caminando, como queriendo postergar el momento, y entonces pasó.
En
un momento, la calle estaba vacía, y al siguiente, tres asaltantes, armados con
navajas, nos rodeaban. Levantamos las manos, e hicimos todo lo que ellos
querían, pero ellos se veían nerviosos, como si fuera su primer asalto.
Entonces, Esteban hizo un movimiento brusco, sin querer, porque se le estaba
cayendo la cartera de las manos, y uno de los asaltantes lo cortó.
Esteban
entró en shock al ver la sangre salir de su brazo, y acto seguido, se abalanzó
sobre el maleante, quitándole el cuchillo, y, con un movimiento veloz, la vida.
Segundos después, cuchillo en mano, despachó a los otros dos, que ni siquiera
tuvieron tiempo de defenderse.
Yo
estaba paralizada. No podía creer la escena que acababa de ver. Ni siquiera el
mejor asesino de la mejor película de acción pudo haber realizado esos
movimientos con esa precisión y rapidez. No podía creer que el Esteban que yo
conocía pudiera haber hecho eso.
Se
quedó de pie, contemplando los cuerpos inertes, y entonces volteo a verme. Sus
pupilas estaban dilatadas, e inyectadas de sangre, y su cara tenía una
expresión de demencia pura. Quería correr, huir, esconderme, pero mi cuerpo no
me respondía. Solo podía mirarlo, fijamente, mientras su mirada me analizaba.
Podía sentir que en cualquier momento se abalanzaría sobre mí, y me quitaría la
vida. Comencé a llorar y gimotear, desesperada y segura de que mi hora había
llegado, cuando empezó a moverse.
Lentamente
se acercaba, con el chuchillo sangrante en su mano, y la mirada, helada, fija
en mi. No me atreví a parpadear, temiendo que, si lo hacía, jamás podría volver
a abrir los ojos.
Finalmente
se detuvo, a escasos centímetros de mi. Podía sentir su aliento, pesado y
caliente, y temí mi fin. Tomó mi mano, y puso el cuchillo apuntando a mi pecho,
mientras asía mi mano con gran fuerza. Cerré los ojos, y me encomendé a Dios,
esperando que, por favor, tuviera piedad de él.
No
puedo comprender aún por qué, pero en un acto súbito, jaló mi brazo, y me hizo
cortar una profunda herida en el pómulo, tras lo cuál soltó mi mano.
Inmediatamente yo solté la navaja, pero el daño ya estaba hecho. Me arrodillé
junto a él, tratando de detener la sangre con mis manos, cuando lo oí decir:
“Discúlpame… Prometí mil veces estaría contigo y te protegería hasta de mi…
Lamento haberte defraudado…” Quise decirle que no, que estaría bien, que podía
salir de eso, y seguir conmigo, y protegerme todo lo que quisiera, pero ya era
muy tarde.
Fue
en ese momento cuando empecé a creer en sus historias, en sus enfermedades, en
sus otras personalidades. Porque ese hombre no era Esteban. Ese ni siquiera era
un hombre. Era un monstruo.
Entiendo
perfectamente si usted no me cree, su señoría, pero esa es la verdad. Así es
como, por mi mano, murió Esteban Garza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario