Una hora le bastó para aclarar absolutamente todas
mis dudas. Su razonamiento era tan claro que me hizo sentirme mal por haberle
hecho perder su tiempo. Pero a ella pareció no importarle, y en cuanto se dio
cuenta que yo ya estaba listo, volvió a tomar sus cosas, y continuó trabajando.
A partir de ese día recurrí a su ayuda con
regularidad. No hubo un solo tema de los que le preguntara que no dominara, o
al menos, del que no fuera capaz de resolver todas y cada una de mis dudas. Su
capacidad intelectual era increíble, incluso me atrevería a decir que era
abrumadora. Intimidante. Más de una vez aseguré que no volvería a pedirle
ayuda, pero siempre tenía algún problema con alguna materia, y tenía que volver
a preguntarle.
Un día, después de una ayuda especialmente valiosa,
decidí que era tiempo de agradecerle con algo más que un simple “gracias”, y le
compré unos chocolates, en una especie de símbolo de agradecimiento por las
incontables horas que había pasado ayudándome. Esperé todo el día el momento
indicado para estar solo con ella, cosa que probó ser muy complicado. Me
sorprendí de la cantidad de gente que se acercaba a pedirle ayuda, quienes
parecían fluir como cadena de producción hacia ella. Y a pesar de eso, nunca la
vi poner una mala cara, negar una ayuda o desconocer un tema.
Sin embargo, y a pesar de la alta demanda de ayuda
que recibía, tras varias horas de espera, por fin llegó mi turno. Me acerqué
como siempre hacía, y la vi repetir la rutina de siempre. Tomó sus cosas, las
hizo a un lado, y me preguntó, inexpresiva: “¿Qué necesitas?” Dudé un segundo,
pensando en aprovechar esa ocasión para despejar unas dudas, pero reuní valor y
le entregué los chocolates. Ella los vio, inexpresiva, y me dijo, sin
sentimiento alguno: -¿Qué se supone que haga yo con esto?-
-Es un regalo- le respondí. Ella lo vio, me miró, y
cuando se dio cuenta que no le pediría ayuda, tomó sus cosas, y siguió
trabajando.
Tardé unos segundos en analizar lo que había pasado.
No sabía bien como reaccionar ante eso. No estaba preparado para que los
ignorara sin más. -¿Acaso no te gustan los chocolates?- Le pregunté, en una
reacción casi natural. –Qué me gusta y qué no me gusta no debería preocuparte
en absoluto- -Pero… acabo de entregarte un regalo…- -Completamente innecesario,
por cierto- - Pero… Quiero agradecerte por todo lo que me has ayudado…-
-Innecesario. Irrelevante. Inútil- -¿Por qué lo dices? ¿Acaso no hubieras
podido usar ese tiempo en algo mejor?- -No. Soy un objeto, a los objetos no se
les cuestiona. Solamente se les usa- No hizo ninguna inflexión de voz. No
trastabilló. Pude estar seguro que lo decía en serio. Y un escalofrío recorrió
todo mi cuerpo. -¿Disculpa?- -Me oíste bien. No te veo agradeciéndole a tu
lápiz por escribir, ni a tu mochila por guardar tus cosas. Yo también soy un simple objeto, ¿Por qué
entonces me agradeces a mí?- -¿Por…? ¡Porque tú eres un ser humano! Puedes
elegir qué hacer y qué no hacer- -Falso. Tú me has usado más de una vez. Has
dispuesto de mí. Y llegará el momento en que a mí me toque usarlos a ustedes-
Me hundí en el vacío de sus ojos, y pude reconocer que frente a mí estaba una
máquina.
No dije más. Me di la vuelta y me fui, para no
volver. Muchas veces a lo largo de mi carrera necesité su ayuda, pero siempre
me contuve, y nunca volví a pedírsela. Nunca le di el gusto de “volver a usarla”
A pesar de ya no verla, no había día que no recordara
sus palabras, sus ojos vacíos de vida, su voz inflexible… Era una pesadilla
recurrente, y también, una motivación para seguir adelante. Y sin ella. Debo
admitir que era muy difícil, mucho más que con su ayuda, pero era lo mejor para
mí. Tenía suficiente con mis pesadillas.
Crecí, entré a trabajar, y poco a poco fui
superándola. Eso hasta que mis amigos empezaron a hablarme de “una compañera de
trabajo”. Uno a uno, todos y cada uno de ellos, lentamente, me hablaban para
preguntarme si recordaba a Carla, que era su nueva jefa. Pronto se volvió una
figura recurrente en las revistas de negocios, en los programas de finanzas,
incluso en las pláticas de sobremesa, muy a mi pesar. Muchos de mis amigos,
cuando hablaban de ella, me decían sobre las prácticas despóticas que tenía. De
cómo se sentían usados, simples objetos a su disposición. Y yo temía, como cuando
me dijo su pensamiento, hace ya muchos años.
Por más que trataba de huir de ella, parecía
perseguirme. Sentía que yo sería el próximo, y no quería ni verla. Pero fue
solo cuestión de tiempo para que comprara mi empresa también. Y fue solo
cuestión de tiempo que tuviera que verla una vez más. Un día, como si nada,
como un día más, me llegó un citatorio para verla en su oficina. Y no había
ninguna manera de decirle que no a una cita con la jefa. Ninguna.
Llegué puntualmente a verla. La secretaria me dijo
que me esperaba, me abrió la puerta, y entré a su oficina. Clara no había
cambiado nada desde la última vez. Sin siquiera mirarme, tomó sus cosas, las
hizo a un lado, y sacó una libreta, de apariencia muy familiar –Hace muchos
años, hablé contigo, y te fuiste para no volver. Lo recuerdas- -Si, lo
recuerdo…- -No era pregunta- Su voz reflejaba la misma inflexibilidad que
recordaba, y me daba los mismos escalofríos.
-¿Que necesita de mí?- -Insistes en tratarme como si
fuera un superior. Pensé que hace años había quedado claro que yo...- -Si, pero
yo sigo resistiéndome a verla como un objeto- No dijo nada, pero por un
instante, creo que sonrió. -Veo que tu tampoco has cambiado. Por eso estás
aquí. Desde que compré tu empresa, he recibido una cantidad inconmensurable de
quejas a mi forma de hacer negocios, y una cantidad casi equivalente de
comparaciones con tu manera de trabajar. He tomado la decisión de heredarte
todo esto a partir del día de mi muerte- Me extendió una especie de contrato y
una pluma. -Todo tuyo-
La noticia me tomó por sorpresa. No hubiera podido
suponer nada así previo a esa cita, y aún ahora me costaba trabajo asimilarlo.
-No entiendo... ¿Por qué hacer este tipo de planes? ¿Por qué elegirme a mí?-
-Porque las cosas son reemplazables, son efímeras, son destruibles. Los humanos
no. Y al único al que considero digno de reemplazarme a mí es al mejor humano
que he conocido. Prepárate porque el día que tendrás que reemplazarme se
acerca con velocidad- -¿El mejor ser humano? Vamos, estoy seguro que ha
conocido mejores seres humanos que yo- -Falso. Todos ellos, como te dije en su
momento, me usaron hasta cansarse. Hasta no poder más. Sin excepción. Tú fuiste
el único que me quiso tratar como si no fuera una máquina. El único que decidió
no usarme, aunque hubiera podido hacerlo. Por eso, cuando se invirtieron los
papeles, yo los usé a ellos hasta cansarme. Por eso, te dejo a ti como
encargado-
Clavó sus ojos en mí, grises e inexpresivos como
siempre, tomé el contrato, me levanté, y en un acto impulsivo, la abracé. -Muchas
gracias por confiar en mí- Una vez la solté, escuché su voz decirme -Darme las
gracias es un gasto inútil de energía -También esperar que no lo haga- Dije,
sonriendo, al tiempo que salía de su oficina.
Pasé el resto del día leyendo el contrato. Estaba
claramente redactado por ella, con toda la claridad con la que antes me hubiera
explicado en incontables ocasiones. Estaba seguro que nadie sabía de su
existencia, pero que nadie dudaría tampoco de su autenticidad. Cada clausula
tenía un objetivo claro, y mostraba un claro ejemplo de la perfección que ella
siempre había demostrado. Al final, poco antes de su pulcra firma, decía:
“Contrato vigente a partir del catorce de mayo de 2033”. Me sorprendió un poco
que hubiera planeado hasta la fecha exacta para dármelo, pero era de esperar de
ella.
Dejé mi oficina muy tarde, cuando ya no había nadie.
Supongo que todos pensaron que había recibido una reprimenda por parte de
Carla, y, sabiendo lo que eso significaba, me dejaron en paz. No fue sino hasta
que llegué a mi casa que me enteré de la noticia más importante del día. Habían
encontrado el cadáver de Carla en su casa horas antes, tras una denuncia
anónima. Al parecer, fue víctima de un paro cardíaco dado que no encontraron
nada sospechoso en su casa, ni en su organismo. Lo único que les llamó la
atención fue el cuaderno en que había tomado notas conmigo en la mañana, donde
decía, con su letra pulcra: “Fecha de caducidad: 14/05/2033”. Supe que ese
mensaje era solamente para mí.
Resulta ser que Carla había escrito en su testamento
que yo era el sucesor de su imperio desde meses antes, así que nadie creyó que
yo hubiera orquestado su asesinato. Debo decir que nadie parecía triste por su
pérdida, incluso, más de una persona parecía estar realmente alegre de que “por
fin se hubiera ido”. Su funeral estuvo lleno de personas que estaban ahí más
por quedar bien conmigo que por cualquier otra razón. Fui el único que se quedó
todo el tiempo.
Tal vez no fui el mejor humano que ella conoció. Creo
que, en realidad, fui el único. Y no saben que tan solo me hace sentir eso…
No hay comentarios:
Publicar un comentario